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El conflicto vital de Martín Adán (Sebastián Salazar Bondy)

Publicado: 2017-11-07
Sin lugar a dudas, Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) es una de las más influyentes y paradigmáticas figuras de la literatura peruana del siglo XX. Como bien se sabe, su pluma discurrió por los cauces de todos los géneros literarios y temas afines a la difusión de la cultura, fuese como poeta, dramaturgo, ensayista, narrador, periodista o promotor cultural. En su faceta periodística, como crítico literario Salazar Bondy se ocupó de la difusión de la obra tanto de escritores canónicos peruanos como la de sus contemporáneos. Entre estos últimos, la figura de Martín Adán ocupa un espacio muy significativo dada la admiración que siempre profesó Salazar Bondy por el talento y figura del poeta limeño, muy particularmente por La casa de cartón. Dos textos en especial son un fiel reflejo de esta devoción: 'El conflicto vital de Martín Adán' y 'Retrato impúdico de Martín Adán. (Alejandro Susti)

El conflicto vital de Martín Adán

Por Sebastián Salazar Bondy

En cualquier café o bar de Lima es posible encontrar, perdido entre la múltiple fauna urbana, a un hombre descuidado en su traza y su traje, cuyo aspecto engaña con relación a su persona y a su personalidad. Dicho hombre desea pasar inadvertido, confundirse con la multitud, ser uno en la varia muchedumbre. De su boca, quien lo requiera, se oirán frases irónicas, viejos versos españoles, sentencias de clásicos y románticos, palabras de diverso calibre, verdades como un templo y simples juegos de sentido y concepto. Pero aunque rehuya la compañía con impertinencias francas o veladas, este limeño de vieja e ilustre prosapia anda en pos de la más completa compañía, de una total y absoluta identificación con la esencia humana, que es, en su pensamiento, parte de la divinidad inasible. Va tras el encuentro, en fin, de la belleza suma. Tal es lo que sus poemas, por más herméticos que se nos aparezcan, claman angustiadamente.

Porque este hombre es un poeta. Uno de los más notables poetas vivos, si no el mayor, del Perú. Su nombre es Rafael de la Fuente Benavides, pero en la literatura se le conoce con el seudónimo de Martín Adán, mixión, conforme la etimología que él ha autorizado, del habitual mote de los simios y del apelativo del primer humano. Una suerte, pues, de eslabón perdido, de mezcla de animalidad y espiritualidad en pugna, que se muestra como ejemplo de la criatura conflictiva. De la lucha interior, del brusco y perpetuo roce entre la yesca terrena y el pedernal angélico, surge la llama de la poesía. Tal cual un soneto suyo lo confirma, también es Narciso contemplándose en las aguas del Leteo, la perfección de cara al infierno, en cuyo ardiente fondo la memoria se consume para siempre. Nacido en 1908, en un casona de la calle Corazón de Jesús, Martín Adán ha sido el testigo de una catástrofe (de lo que para él, aclaremos, ha sido una catástrofe): la desaparición de un mundo que fuera, por lo menos en la tenaz apariencia, brillo y paz, reposo interior y esplendor externo, el mundo del “civilismo” triunfante, sin competencia ni enemistad evidentes, cuya atmósfera de paternalismo nacional –no sin rigor– se diluyó precisamente cuando este hijo suyo llegaba a los veinte años.

Primero el Pensionat de Saint-Joseph de Cluny, luego el Colegio Alemán y más tarde la Universidad de San Marcos formaron a Martín Adán en el gusto de la más refinada tradición estética de Occidente. De España tomó la austeridad de los clásicos, y abominó, por ella, del verbalismo municipal que desde el siglo XIX la abrumaba. El vanguardismo literario le facilitó el ejercicio de la fantasía, con la que nunca hizo juegos fáciles o vanos. Un poco escolástico, otro poco platónico, su filosofía, entrañada en sus versos no se apartó de la ortodoxia, y el sarcasmo de su pluma –véase La casa de cartón, su libro primigenio, presentado por José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez, dos izquierdistas– jamás atentó contra los principios fundamentales del orden conservador. De ahí que mientras más desordenada y lejos de las convenciones fuera su existencia, más intensamente su obra contuviera la adhesión al verdadero pensamiento tradicional. Su rebelión fue contra la falsificación, no contra el meollo central de la conducta inmemorial, de auténticas jerarquías y respetuosa de la individualidad singular.

Por eso, cuando, en 1938, el alumno Rafael de la Fuente Benavides presentó su tesis en San Marcos –De lo barroco en el Perú–, hubo revuelo entre ciertos apolillados doctores de la vieja casa. Demasiada originalidad lucían esas páginas, escritas con el estilo de un genial conceptista, para que los falsos tradicionalistas –los falsificadores de esa tradición que Martín Adán encarnaba y precisamente trataba de salvar– no lo miraran como a un levantisco. El conflicto original del poeta entraba así en su clímax. De ahí que si Martín Adán es un “maudit” no lo sea a la manera de Baudelaire o Verlaine. Este limeño trató de rescatar infructuosamente, de las manos de ciertos usurpadores, los rotundos y macizos valores de su clase y su heredad. Entonces, ante el fracaso, Martín Adán se volvió hacia sí mismo. De esa época data Aloysius Acker –poema destruido y dudosamente rehecho por amigos y admiradores–, desgarrada confesión de su drama íntimo, de su drama vital. “La rosa que amo –había leído– es la del prudente”. Hubo de olvidar esa prudencia y entregarse al desenfreno, a la impiedad, al riesgo, al frenesí, a la locura. Ahí está, desde hace tiempo, y en ello lo hallamos cuando en un cafetín sórdido divisamos su desaprensiva figura, que exclama, entre broma y veras: “Lima tiene muy hermosos crepúsculos. Yo, por ejemplo…” Es lícito pensar que ese ocaso no es el de su persona en tensión, ni el de su obra de permanente calidad, sino el de una clase, a la que representa y la cual no lo reconoce. Más allá de la belleza que el futuro descubrirá en su magnífica poesía, la historia lo tendrá por el único conservador que vio la crisis de la alta burguesía peruana, y no quiso responsabilizarse de ella. Su apartamiento es una censura.

Hace unos meses el sello Nuevos Rumbos reeditó, obteniendo milagrosamente la autorización de Martín Adán, La casa de cartón. La crítica señaló, en síntesis, que los valores de ese libro se mantenían intactos y que, a pesar de su inserción dentro de las corrientes vanguardistas, se sustentaba –y, por ello perduraba tan actual, tan vivo– en una inspiración sincera, en una intuición aguda, en un estilo rico y original. Verdadero poema en prosa, escrito antes de los veinte años, el humor era allí un ingrediente lírico por medio del cual el poeta hacía del tinglado aldeano un viviente, mural animado por una legitima existencia. Más tarde, la Librería-Editorial Juan Mejía Baca, imprimió, con fines no comerciales, la segunda edición de La rosa de la espinela, décimas en torno a la rosa, en las que, dentro de los moldes de aquella estrofa castellana, el poeta cantaba un tema más trascendental, de mística hondura, si se considera el ansía ahí expresada de verterse en la esencia final, de resolverse en la prometida unidad última. Ambos libros fueron celebrados como novedades, no obstante tratarse de reimpresiones. Ello probó con largueza que Martín Adán, cuya actividad literaria parece ahora detenida, está entre los jóvenes, entre los eternos, para arriesgar una premonición

Cada una de las décimas de La rosa de la espinela propone la idea de la flor clásica, de la antigua y natural representación de la belleza perfecta como meta del anhelo humano. En ella se abisma el poeta, ya como puerto de un viaje liberador, ya como cauce espiritual para substancia humana, ya como esfera absoluta en la que lo vario es uno. En todo caso, como infinitud que se quiere alcanzar con alma y cuerpo, en una especie de ascenso o superación platónica hacía un cielo real e ideal al mismo tiempo. En la obra de Martín Adán, esta vocación ha sido permanente: sus anti-sonetos de la época de “Amauta” manifestaban tal vehemencia de desprendimiento de la atadura terrena, a la cual, sin embargo, no se deja de amar, para conseguir la definitiva estabilidad, el premio de la perdurable libertad. Y el mismo propósito es el que denuncia su Travesía de extramares –esa difícil y brillante colección de sonetos de homenaje a la música–, su última creación (1946), con la cual obtuviera el Premio Nacional de Poesía, no son mezquinas resistencias. La lectura de todas estas páginas abre una perspectiva sobre el Martín Adán poético que parece en contradicción con el Martín Adán cotidiano.

Este, sin embargo, el que vemos en la calle sumido en sí, huidizo y sardónico, encasquetado un sombrero deforme, cubierto por un sobretodo basto, con la barba crecida, no es ajeno al otro. Es idéntico al que ha elegido pasar por el mundo –por esa parte del mundo en la que debió ser, por derecho, señor– como uno de tantos, sin los compromisos a que la mentira colectiva obliga, dueño de su intimidad colmada de revelaciones e iluminaciones, que lo acercan, en la soledad, a la más alta compañía, a la que no es perecedera ni hechiza, a la que no es frágil ni depende de interés o la conveniencia, a Dios. Tal es la solución que este poeta ha hallado para eludir la suerte que podría haber gravitado en su rumbo de aceptar un destino postizo, el que los de su estirpe asumieron tantas veces deponiendo la fe, declinando los principios, incluyéndose en la corriente del conformismo y la situación cómoda aunque ilegitima. En la masa, como un anónimo, menos importante en apariencia que el resto, este hombre se acerca al cielo y vislumbra en él la pureza que la tierra le ha negado.

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* El conflicto de Martín Adán se publicó primero en el suplemento 7 días del Perú y del Mundo del diario La Prensa, el 1 de marzo de 1959; luego en el Mercurio Peruano, nro 388, en agosto de 1959 y la Obra Poética de Martín Adán (INC, 1971)
* Agradecemos a Alejandro Susti la autorización para publicar este texto.


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Barranco de cartón

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